Arte de visitar y recibir visitas
Hoy el arte de visitar y recibir visitas.
Empieza una época, la Navidad, en la que las visitas se convierten en una constante. Todos visitamos y recibimos visitas, pero ¿sabías que hubo una época en la que el mero hecho de visitar o ser visitado era todo un arte?
Quédate unos minutos por aquí que te lo cuento todo.
El arte de visitar y recibir visitas en el siglo XIX era una actividad cargada de reglas y formalidades con un significado social importante. Estas reuniones servían no sólo como encuentros de ocio, sino también como espacios para tejer alianzas sociales y familiares. Una oportunidad para estrechar vínculos económicos o políticos y demostrar el estatus. Y es que no se dejaba nada al azar. La forma en que una persona recibía a sus invitados o se presentaba en una visita era un reflejo de su posición social y de su habilidad para desenvolverse en la sociedad.
Durante el siglo XIX, especialmente en las clases altas y medias de Europa y América, el tiempo libre se valoraba como una muestra de estatus y refinamiento. Las visitas a amigos y familiares se planificaban cuidadosamente. Ten en cuenta de que no existían ni las redes sociales ni la comunicación inmediata. De ahí que este tipo de interacción resultara esencial para mantenerse conectado con la sociedad.
Un elemento fundamental en el arte de visitar y recibir visitas es el de las tarjetas de visita. Estas tarjetas surgieron a finales del siglo XVIII y se popularizaron en el XIX como un símbolo de etiqueta.
Una persona que deseaba visitar a otra debía enviar previamente su tarjeta a la casa del anfitrión para anunciar sus intenciones. La tarjeta incluía el nombre de la persona, a menudo el título o alguna distinción relevante, y en ocasiones un mensaje breve. La tarjeta de visita la recogía un sirviente que se la entregaba al anfitrión. Este después decidía si aceptaba la visita.
En las familias de la alta sociedad, el uso de la tarjeta de visita también implicaba una compleja jerarquía de respuesta. Las tarjetas se recogían en una bandeja cerca de la entrada y se consideraba una ofensa no responder con otra en un plazo breve. Si el anfitrión deseaba recibir la visita, podía responder con su propia tarjeta o mediante una invitación formal; de lo contrario, se mantenía la distancia de manera cortés al omitir la respuesta.
Una vez intercambiadas las tarjetas, llegaba el día de la visita.
En la vida social del siglo XIX, los días de recepción eran esenciales para el orden social. Las familias o personas con cierto estatus designaban uno o varios días de la semana para recibir visitas. Estos estaban claramente indicados para que sus conocidos pudieran planificar sus visitas sin riesgo de incomodar. Durante estos días, la anfitriona (a menudo la mujer de la casa) se arreglaba especialmente y preparaba la casa para recibir a los invitados. Las reuniones solían realizarse en el salón principal y se recibía a los invitados con pequeñas cortesías como té, pasteles o vinos.
La visita no duraba mucho tiempo; por lo general, los invitados pasaban alrededor de 15 a 30 minutos en casa del anfitrión. Saludaban, conversaban brevemente y luego se retiraban. Este formato evitaba las visitas prolongadas, que podían ser consideradas como una carga o una falta de tacto.
Asimismo, el número de invitados que se recibían en un mismo día podía elevar el prestigio social de la familia. Un salón lleno de personas demostraba la importancia y popularidad del anfitrión.
En el arte de visitar y recibir visitas, el código de vestimenta y el comportamiento tenían también un papel destacado.
El vestuario y el comportamiento eran aspectos clave para visitar y recibir visitas. La vestimenta debía ser formal y adecuada para la ocasión. Si era una visita diurna, se preferían colores sobrios y ropa elegante, pero sin excesos. Las damas usaban vestidos de día con mangas largas y sombreros discretos, mientras que los caballeros llevaban trajes de calle o, en ocasiones más formales, trajes oscuros. Para una recepción o evento nocturno, el vestuario se hacía más formal y ornamentado.
El comportamiento debía ser discreto y respetuoso. Las conversaciones se limitaban a temas amables y, en la medida de lo posible, neutros. Ya que lo controvertido o demasiado personal se evitaba para no ofender a los presentes. Era habitual hablar de eventos recientes: arte, literatura o anécdotas sociales, y se esperaba que todos los presentes mostraran interés y cortesía sin monopolizar la conversación. Las risas, aunque bienvenidas, debían ser moderadas y sutiles, puesto que el descontrol emocional se consideraba de mal gusto.
Lógicamente, no todas las visitas tenían un carácter festivo, sino que también tenían un componente social en tiempos de enfermedad o luto. La visita a un enfermo era una forma de demostrar solidaridad, y el comportamiento en estas circunstancias era solemne. La etiqueta marcaba que no se debía permanecer demasiado tiempo y que la conversación debía ser moderada y alentadora. Si no se podía visitar, era común enviar una tarjeta de visita con un mensaje breve de ánimo.
En caso de luto, la visita de pésame era una muestra de respeto hacia la familia del difunto. La etiqueta dictaba que la visita debía ser breve, con un tono respetuoso y palabras de consuelo que no ahondaran en el dolor de los anfitriones. En lugar de palabras elaboradas, un silencio respetuoso o frases sencillas eran preferibles, mostrando así empatía y apoyo.
No podemos olvidarnos en este arte de visitar y recibir visitas de las visitas de cortejo o visitas galantes. Estas contaban con sus propias reglas. En el siglo XIX, el cortejo seguía normas sociales estrictas y se realizaban bajo la supervisión de familiares. Cuando un caballero tenía interés en cortejar a una dama, debía hacer una visita formal a la familia de ella y presentar sus intenciones. La familia de la dama era libre de aceptar o rechazar el cortejo tras observar el comportamiento y la reputación del pretendiente.
Estas visitas, realizadas a menudo en el salón de la casa, permitían la interacción bajo la vigilancia de familiares o de una dama de compañía. El contacto físico estaban prohibido, y la conversación era sumamente formal. Las familias respetables se tomaban muy en serio la protección de la reputación de sus hijas, y cualquier intento de cortejo informal podía llevar al desprestigio de ambas familias.
Una de las cortesías por las que se caracterizaba este arte de visitar y de recibir visitas tenía que ver con los obsequios. Una tradición un tanto olvidada en la actualidad y que debería recuperarse en su totalidad.
Llevar un obsequio era una cortesía común durante una visita, pero la elección del presente debía ser discreta. En general, se recomendaba llevar algo modesto como flores frescas, frutas o dulces, que no comprometieran ni al anfitrión ni al invitado. Un obsequio caro o excesivo podía interpretarse como una ofensa o un intento de ostentación. Los regalos también variaban según la ocasión; por ejemplo, en una visita de pésame, las flores de colores sobrios eran apropiadas, mientras que en una visita de cortesía una caja de dulces o una botella de vino era bien recibida.
Pero el arte de visitar y de recibir visitas vive su decadencia a finales del siglo XIX y principios del XX. La llegada del teléfono facilitó la comunicación sin necesidad de desplazamientos. También, las nuevas costumbres permitieron que las reuniones sociales fueran menos formales y restrictivas. La creciente urbanización y el ritmo acelerado de la vida moderna hicieron que el arte de la visita perdiera su importancia.
Sin embargo, el arte de visitar y recibir visitas en el siglo XIX permanece como un fascinante vestigio de una época en la que cada gesto y cada palabra eran cuidadosamente calculados para mantener la armonía y el decoro en las relaciones sociales.
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