La ciencia perjudica a la mujer
La ciencia perjudica a la mujer. Si quieres saber por qué digo esto, quédate unos minutos.
¡Bienvenido un año más al blog Historia en B/N.
A lo largo del siglo XIX, tanto la ciencia como la medicina avanzaron rápidamente. Un avance que también trajo consigo el miedo. No tardaron en surgir las teorías que afirmaban que la educación y el trabajo intelectual eran perjudiciales para la salud y la fertilidad de las mujeres. Una idea que las relegaba al ámbito doméstico y reproductivo, puesto que cualquier actividad ajena a estas funciones amenazaría su equilibrio físico y psicológico.
La ciencia perjudicaba a la mujer en un siglo en el que estaban sometidas a expectativas sociales que limitaban sus aspiraciones y promovían su dependencia de los hombres. En la sociedad victoriana, también en otras europeas de la época, las mujeres no eran más que futuras esposas y madres. Eran las guardianas del hogar y las responsables de la crianza de los hijos. Se las hacía creer que sus cuerpos y mentes eran más frágiles. Y todo esto con el fin de mantenerlas apartadas de una educación superior o de profesiones intelectuales o científicas.
La cuestión es que la medicina de la época apoyaba esta teoría. La ciencia perjudicaba a la mujer. Se creía que la finalidad física de las mujeres estaba orientada a la procreación. De ahí, que cualquier desviación de esta función desestabilizaba su salud.
Los médicos y científicos del siglo XIX sostenían que el cerebro de las mujeres, más pequeño y menos capacitado que el de los hombres, se agotaba rápido con el estudio o el trabajo intelectual.
En su obra Sex in education, el doctor Edward H. Clarke afirmaba que el esfuerzo intelectual durante la adolescencia y juventud podía interferir con el desarrollo de los órganos reproductores femeninos. Aseguraba que las mujeres jóvenes que estudiaban corrían el riesgo de padecer problemas de salud graves, desde la infertilidad hasta enfermedades mentales. Esto lógicamente provocaba en ellas un estado de vulnerabilidad que podía derivar en histeria, depresión y otros trastornos psiquiátricos.
Pero no sólo se limitaba a los efectos físicos, sino que se temía que el esfuerzo mental las alejase de su función social de madres y esposas. Por eso, las mujeres que dedicaban su tiempo a la educación en lugar de cumplir con su rol doméstico se percibían como desnaturalizadas o incluso egoístas. Esto es algo que muchas mujeres han sufrido aún a lo largo del siglo XX.
Siguiendo en el plano de la medicina, hay que destacar que una de las teorías que cobró más fuerza fue la de la energía vital o energía nerviosa. Idea que sostenía que las féminas poseían una cantidad limitada de energía. De modo que la educación o cualquier trabajo que exigiera actividad mental absorbía una cantidad considerable de esta energía. Conclusión: reducía la disponibilidad para otras funciones, especialmente la reproductiva.
En este contexto, algunas mujeres que deseaban acceder a la educación superior o al trabajo intelectual debían enfrentarse no solo a prejuicios sociales, sino también a la oposición de médicos y científicos.
Pero si algo llama especialmente la atención en este sentido es la histeria. Una de las enfermedades físicas de la época más temida. Por supuesto, se creía que era exclusiva de las mujeres. Relacionada con el útero, cualquier desequilibrio en su funcionamiento podía desencadenar en episodios de histeria.
La asociación de este trastorno con el estudio o el trabajo intelectual tenía como consecuencia que, cuando una mujer mostraba signos de estrés, agotamiento o ansiedad relacionados con el estudio, se la diagnosticaba con histeria. El tratamiento era alejarla de cualquier actividad intelectual para recuperarse.
El médico francés Jean-Martin Charcot, pionero en el estudio de las enfermedades nerviosas y mentales, diagnosticó histeria en muchas mujeres jóvenes con síntomas como ataques de ansiedad, temblores y alucinaciones.
Aunque Charcot intentó estudiar la histeria de manera científica, sus investigaciones contribuyeron a reforzar la idea de que las mujeres eran vulnerables a trastornos nerviosos.
Por fortuna, aun teniendo que hacer frente a la infinidad de obstáculos con los que se encontraron, algunas mujeres desafiaron las normas de su época y se dedicaron a la ciencia y la educación. Figuras como Marie Curie y Elizabeth Blackwell demostraron que las mujeres eran capaces de desarrollar actividades intelectuales sin sufrir ningún deterioro físico o mental.
Algunas universidades abrieron sus puertas a las mujeres a finales del siglo XIX, aunque sus cupos y oportunidades seguían siendo muy limitados.
Más allá del ámbito médico, la ciencia perjudica a la mujer. Me refiero al siglo XIX, pues se utilizaba como un medio de control social sobre ellas. La creencia de que el esfuerzo intelectual podía afectar la fertilidad de las mujeres fue solo una de las muchas excusas que se utilizaron para restringir sus derechos y limitar sus posibilidades de desarrollo personal.
Los efectos de estas ideas no se limitaron al siglo XIX; muchas persistieron en el siglo XX y aún hoy resuenan en algunos discursos que intentan disuadir a las mujeres de carreras o actividades tradicionalmente masculinas.
Por desgracia, hoy continúa la brecha abierta resultando difícil compaginar vida familiar y laboral. Pero este no es un problema de las mujeres, es un problema social.
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