La ley seca

La ley seca

Nos encontramos inmersos en un mes de renuncias, qué duda cabe: renunciamos a los excesos de la Navidad y al derroche económico. Por eso, es el momento apropiado para pasear por los EE. UU. de principios del siglo XX y detenernos en su ley seca. Porque los americanos hubo un momento en el que también pensaron que había que renunciar, en este caso, al alcohol.

Sí, enero es el mes por excelencia de los buenos propósitos, de los comienzos, de los cambios y el que más cuesta económica y moralmente. Si empezamos flaqueando a la hora de llevar a cabo esas buenas intenciones que nos imponemos, mal vamos.

El alcohol no es bueno. De hecho, estudios recientes son demoledores para quienes gustamos de la cervecita en el aperitivo o del vino en la cena. Nada, que el alcohol es malo. No hay excepciones, ni consumo moderado ni no moderado.

Y es que a veces es mejor vivir en nuestra ignorancia. Al menos lo haremos más felices el tiempo del que dispongamos.

El paseo por la historia a través de sus curiosidades nos lleva a hablar de la ley seca.

La ley seca, una controvertida medida consistente en la ilegalización de la fabricación, transporte, importación, exportación y la venta de alcohol para consumo. Sí, señores, esto ocurrió en EE. UU. a principios del siglo pasado. No hace tanto, créeme, es el nuestro, al que pertenecemos gran parte de esta comunidad lectora.

Con esta ley se apoyaba el movimiento por la templanza promovido por los conservadores, intelectuales progresistas y liberales. Este movimiento asociaba el consumo de alcohol con la pobreza y el desgaste intelectual entre los obreros inmigrantes que llenaban las ciudades americanas.

Hablamos de ley por lo que de obligación implicaba y la catalogamos como seca por la falta de líquido espirituoso, pero en realidad esta ley no prohibía el consumo total de alcohol, no pretendía crear una sociedad de abstemios. Sí que lo dificultaba prohibiendo la manufactura, venta y transporte de bebidas alcohólicas, ya fuera para importarlo o exportarlo.

Al final se consiguió provocar un auge considerable del crimen organizado. Lo que da material suficiente al cine con la creación de películas sobre Al Capone, por ejemplo. Porque tanto él como otros gánsteres estadounidenses se hicieron ricos gracias a esta prohibición.

Las consecuencias negativas superaron a los beneficios iniciales que se presuponían. De ahí que la clandestinidad a la que se vio abocada la compraventa de alcohol diera lugar a la gran mayoría de los delitos serios como el robo y el asesinato.

Al Capone influyó directamente sobre varios barrios de la ciudad de Chicago para que se le permitiera continuar su negocio ilícito en el que había encontrado la manera de enriquecerse fácilmente a cambio de sobornos o amenazas.  Mientras, su banda, junto con decenas de otras, luchaba violentamente a lo largo del territorio estadounidense para hacerse con el control del más que lucrativo tráfico de alcohol.

Indudablemente, el negocio resultaba demasiado tentador: a finales de los años veinte había más de treinta mil bares clandestinos sólo en la ciudad de Nueva York.

Las ganancias anuales de este gánster durante la ley seca sumaron más de cien millones de dólares, de los cuales un 60% provenía del tráfico de alcohol.

Por supuesto, había excepciones en la ley. Por un lado, en el ámbito sanitario. Los médicos podían recetarlo a sus pacientes como parte de un tratamiento terapéutico. Y aunque se tratara de alcohol destinado a fines medicinales, las ventas de este tipo de alcohol, de una pureza del 95%, aumentaron un 400% en ocho años, entre 1923 y 1931.

La otra excepción se encontraba en el uso religioso. Todos conocemos la necesidad del vino en el rito cristiano y en los rituales judíos del Sabbat.

Hay que destacar también que antes de que entrara en vigor la ley el 17 de enero de 1920, muchos ciudadanos se lanzaron a comprar licor masivamente durante las últimas semanas del año 1919. Si bien la ley impedía la oferta de alcohol, la demanda no había desaparecido.

A lo largo de los años veinte, esta ley seca fue minando a una población cada vez más convencida de que había sido peor el remedio que la enfermedad. El consumo de alcohol clandestino y el bajo el control de las mafias era una realidad que desembocó en problemas de delincuencia nunca vistos.  Antes de la prohibición había cuatro mil reclusos en todas las prisiones federales, pero en 1932 había 26 859 presidiarios.

El millonario John D. Rockefeller, que apoyó la veda en 1919, en 1932 había cambiado de opinión: «En general ha aumentado el consumo de alcohol, se han multiplicado los bares clandestinos y ha aparecido un ejército de criminales». El grave aumento de la violencia delictiva en los Estados Unidos impulsó que a partir de 1930 en la opinión pública se culpara a la ley seca, y no al consumo de alcohol, como causante del aumento de la criminalidad.

De hecho, 1933, último año de la prohibición, fue el más violento en número de asesinatos.

Es una realidad que lo prohibido atrae. Y atrae a todos por igual. Charles Fitzmorris, jefe de policía de Chicago en los años veinte, decía: “El 60% de mis policías están metidos en el tráfico de alcohol”.

Está claro que la ley seca no fue positiva y trajo al gobierno más dolores de cabeza que los provocados por una resaca.

De hecho, más de diez mil personas murieron envenenadas por el consumo de alcohol clandestino de pésima calidad.

Incluso uno de los defensores de la ley seca fue acusado de robar 2.500.000 litros de alcohol de los almacenes de la policía y de haber gastado 4.000.000 de dólares en sobornar a agentes.

Finalmente, considerada como un fracaso, la ley seca fue abolida el 5 de diciembre de 1933, trece años después de ser aprobada.

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