Los influencers del siglo XIX

Los influencers del siglo XIX. Cómo se hacía viral la gente antes de Instagram.
¿Alguna vez te has preguntado cómo ligaban, presumían o compartían su desayuno los influencers del siglo XIX? Spoiler: no lo hacían con hashtags ni selfies en la playa.
Pero que no te engañe la falta de Wi-Fi: los humanos del siglo XIX también estaban obsesionados con la imagen, el estatus social y el qué dirán. Solo que en lugar de likes, tenían aplausos en los salones, columnas en los periódicos y retratos que tardaban una eternidad en pintarse. Bienvenido a la prehistoria de las redes sociales, donde el postureo ya era un arte.
La carta manuscrita: el WhatsApp con tinta y paciencia.
Antes de los mensajes de voz, estaban las cartas. Y no cualquier carta: cartas de amor, de duelo, de chismes, de reconciliación. ¿Te imaginas esperar tres semanas para saber si esa persona te quiere o no? Eso era el ghosting del siglo XIX, y sin doble check azul.
Pero la carta también era el equivalente a un DM (mensaje directo) bien cuidado. Algunos escritores se curraban verdaderas obras literarias para conquistar o manipular. Y ojo que si la cosa se ponía intensa, los amigos leían las cartas en grupo, como quien hojea los comentarios tóxicos de una publicación viral.
Por otro lado, tenemos los salones: los hilos de Twitter, pero con té y peluca.
Si querías ser alguien en el siglo XIX, tenías que ir a los salones. Estos eran espacios (generalmente organizados por mujeres de alta sociedad) donde se hablaba de todo: política, arte, ciencia y cotilleo fino. Imagina una especie de Clubhouse o foro de Reddit, pero con abanicos, valses y vino caro.
Los asistentes competían por lanzar la frase más ingeniosa, el comentario más sarcástico o la teoría más loca sobre el nuevo invento de moda (tipo: “dicen que la electricidad es peligrosa, fulanito se electrocutó el bigote”). Y si destacabas, ¡te convertías en el tuitero estrella del mes!
Los periódicos eran el Instagram de los intelectuales.
Sí, había influencers.Y los influencers del siglo XIX. Se llamaban cronistas, poetas o articulistas, y tenían seguidores fieles que esperaban sus columnas como quien espera el nuevo episodio de una serie. Publicar en prensa era el equivalente a postear una historia con 100.000 visualizaciones. Y si alguien respondía en otro periódico… ¡zas! Flame war o guerra de insultos decimonónica.
También estaban los anuncios por palabras, que eran algo así como el Tinder de la época: «Se busca caballero serio, con renta, sin compromiso, amante de los paseos al atardecer y sin antecedentes de tuberculosis».
Por supuesto, los influencers del siglo XIX contaban con imágenes también. Estos eran el retrato pintado o fotografiado: el selfie deluxe.
Si hay una mujer precursora en el arte del selfie, esa era Virginia de Castiglione, la protagonista indiscutible de mi última novela: El anillo maldito de los Borbones.
No hay nada más top en el siglo XIX que hacerse un retrato para dejar claro lo guapo, elegante o interesante que uno era. Y había dos versiones: la cara «soy un alma torturada» para los artistas bohemios, y la «mírame, tengo tierras y un apellido impronunciable» para los nobles.
Cuando llegó la fotografía, se desató la fiebre del retrato. Las fotos no se subían a Instagram, pero sí se intercambiaban, se mostraban en los salones o se enviaban por carta. Algunos incluso tenían su book de fotos estilo Tinder, con poses y todo. Y sí: había filtros. El retoque existía ya, solo que a mano y con pincel.
Como verás, no somos tan modernos en la actualidad ni los jóvenes tan originales. Todo está inventado.
Los álbumes de recortes eran el equivalente a tu muro de Facebook en papel.
La gente con tiempo y cierta obsesión por documentar su vida se hacía álbumes de recortes. Pegaban flores secas, mechones de pelo (sí, un poco asquerosillo), notas de amor, entradas de teatro y recortes de prensa.
Era una mezcla entre un diario personal, un perfil de Facebook y un tablón de Pinterest. Si tenías visita, enseñabas tu álbum y contabas la historia de cada foto o carta, esperando esa reacción de «¡Oooh, qué romántico!» o «¿De verdad te escribió Bécquer?».
Y como no podía ser de otro modo, los influencers del siglo XIX también se calentaban la cabeza con los algoritmos. El boca a boca era el algoritmo más fiable.
Cuando no había ni Google ni trending topics, lo que funcionaba era el chisme de confianza. Los rumores corrían más rápido que el tren de vapor. Una mirada en la ópera, un escándalo en una cena, un comentario malicioso en un café… y ya eras tendencia en el barrio.
La reputación se construía a base de buenas (o malas) lenguas, y mantenerla era todo un arte. En el siglo XIX, un mal paso social podía destruirte más rápido que un escándalo en TikTok. Vamos, las reseñas de la época.
Y sí, también había haters.
¿Crees que los trolls son un invento moderno? Pues no. Los escritores y artistas del siglo XIX tenían sus críticos ácidos, esos que escribían columnas demoledoras o se burlaban en versos venenosos. Lord Byron, por ejemplo, era tan idolatrado como odiado, y tenía su propia comunidad de fan enfrentada.
También había fanboys y fangirls que se peleaban por quién era el mejor pianista, el poeta más profundo o el político más guapo. Team Chopin o Team Liszt, ¿te suena?
Conclusión: los humanos no hemos cambiado tanto.
En resumen: el siglo XIX tenía todas las redes sociales que necesitas, solo que sin batería y con más drama. Si algo nos enseña la historia es que la necesidad de compartir, impresionar y formar parte de una comunidad no es nueva. Solo cambian los formatos.
Así que la próxima vez que estés subiendo un storie con filtro, piensa que estás repitiendo un gesto muy viejo, pero con menos corsés y más emojis. Seguro que te acordarás de los influencers del siglo XIX.
¿Te imaginas a tu bisabuela haciendo reels con su abanico y frases tipo «cuando tu pretendiente tarda más de un mes en responder»? Pues eso.
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