Los días de fiesta de Felipe IV

Hoy, los días de fiesta de Felipe IV. Un rey conocido también como el pasmado.
En el siglo XVII, Madrid era el escenario de una intensa y refinada vida festiva. Las celebraciones públicas, religiosas y cortesanas marcaban el calendario de la ciudad.
Felipe IV proyectaba la imagen de un monarca defensor de la fe, mecenas de las artes y símbolo de una monarquía poderosa. Los días de fiesta de Felipe IV no eran simples ocasiones de ocio. Los festivos en el Madrid del Siglo de Oro eran herramientas políticas y culturales que sostenían la imagen de un imperio aún vasto, aunque ya herido por las tensiones internas y externas.
Alguno de los años comprendidos entre 1621 y 1665 tuvo menos de cien días laborables.
La mayoría de las festividades en la capital del imperio tenían carácter religioso, fiel reflejo de una sociedad profundamente católica. Madrid se transformaba por completo durante la Semana Santa, el Corpus Christi o la festividad de la Inmaculada Concepción. En estas ocasiones, las calles se llenaban de procesiones espectaculares, altares improvisados, representaciones teatrales religiosas y música sacra. Las cofradías organizaban actos de devoción pública que reunían a todas las clases sociales. Los nobles desde balcones engalanados y los plebeyos que seguían a pie las imágenes sagradas.
Hasta la fiesta de Corpus Christi, la más solemne de la Iglesia católica, tenía una vertiente lúdica. Se trataba de una de las pocas ocasiones en que el Santísimo Sacramento salía en procesión por las calles, acompañado de danzas, gigantes y cabezudos, carros alegóricos y representaciones teatrales (autos sacramentales) en plazas públicas. Calderón de la Barca, dramaturgo favorito del rey, escribió numerosas obras destinadas a estas celebraciones.
Dentro de los días de fiesta de Felipe IV, hay que destacar las festividades dinásticas. Los nacimientos de príncipes, los aniversarios reales o las bodas en la familia de los Habsburgo se celebraban con desfiles, corridas de toros, mascaradas y fuegos artificiales.
Cuando en 1649 Felipe IV contrajo matrimonio con Mariana de Austria, Madrid se vistió de gala durante varios días. Se organizaron espectáculos pirotécnicos en la Plaza Mayor y se distribuyeron alimentos entre los pobres.
Las entradas reales también eran momentos de gran teatralidad. Cuando un miembro de la familia real o un embajador importante llegaba a Madrid, la ciudad organizaba un recorrido ceremonial decorado con arcos triunfales, emblemas mitológicos y decoraciones efímeras diseñadas por artistas de la corte. Una puesta en escena que servía para agasajar al visitante y reforzar el orden simbólico del poder absoluto.
La plaza Mayor se convertía en el centro neurálgico de las celebraciones madrileñas. En ella se realizaban desde corridas de toros hasta autos sacramentales. Sin olvidar tampoco ejecuciones públicas, mascaradas y representaciones teatrales.
Tanto el rey como el pueblo eran aficionados a las fiestas taurinas. Por eso, se construían gradas temporales que acogían a miles de espectadores. Los balcones de la plaza se alquilaban también por grandes sumas de dinero para estas fiestas. En algunas ocasiones, el propio rey toreaba o lanzaba la señal que daba comienzo a la lidia.
Las celebraciones de los días de fiesta de Felipe IV, también se llevaban a cabo en el interior del Alcázar Real. En ocasiones, era habitual que se organizaran fiestas privadas de gran refinamiento en otras residencias nobiliarias.
Bailes, banquetes, recitales de música y comedias palaciegas amenizaban las veladas de la nobleza. En estos espacios, la corte se mostraba como modelo de gusto y sofisticación, cultivando un ideal de comportamiento cortesano heredado de la tradición borgoñona e italiana.
El propio Felipe IV participaba activamente en estas fiestas incluso como actor y mecenas. Famosa era su pasión por el teatro, de ahí que asistiera con frecuencia a representaciones en el Salón Dorado del Alcázar. Este era el lugar de trabajo de dramaturgos como Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón. La música, el canto y la danza también tenían un lugar importante, con la presencia de artistas procedentes de Italia y Flandes.
Pero los días de fiesta de Felipe IV iban más allá de estas festividades. Durante el carnaval, Madrid se convertía en un espacio de inversión del orden social. Máscaras, disfraces, danzas en las calles y juegos burlescos que permitían a la población olvidarse de las penas cotidianas. A pesar de la vigilancia moral de la Inquisición, estas fiestas sobrevivieron con fuerza, combinando tradición medieval y licencias barrocas.
También eran célebres las verbenas en honor a santos locales, como San Isidro, patrón de la ciudad. Las romerías al campo, los bailes populares, las comidas al aire libre y la venta de dulces y bebidas típicas (como el agua de limón o la mistela) ofrecían un contrapunto más llano y alegre al boato palaciego.
En definitiva, los días de fiesta de Felipe IV eran mucho más que entretenimiento: eran manifestaciones del poder real, expresiones religiosas, escenarios para la creación artística y válvulas de escape para un pueblo sometido a crisis económicas y guerras interminables. El esplendor barroco de estas celebraciones no podía ocultar los problemas del imperio, pero sí contribuía a sostener su imagen, al menos ante los ojos de sus súbditos.
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